miércoles, 25 de agosto de 2010

Tomás Segovia: el arte de pensar (II de III)

DGD: Textil 80, 2008
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II. La fe del incrédulo
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8. Tomás Segovia va delineando en su escritura los principios de la lectura por niveles: por ejemplo, “las cosas que se oponen una a otra se oponen siempre en cierto sentido y en cierto nivel. Fuera de contexto nada es lo contrario de nada”. La precisión casi geométrica de su pensamiento es siempre esclarecedora sin llegar a ser didáctica, sin proponerse moralizar o ilustrar; este párrafo de sus Cuadernos de notas es un buen ejemplo: “El círculo es también una espiral. En el plano horizontal unidimensional el círculo se cierra y cualquier punto de la circunferencia está a la vez antes y después de cualquier otro; pero en la tercera dimensión no se cierra porque antes de cerrarse ha cambiado de nivel y en esa dimensión el punto anterior sigue siendo anterior”. Es la propuesta de un punto de vista cambiante: lo que vemos como un círculo cerrado, desde otro nivel es una espiral abierta. El pensar en niveles es móvil; en un nivel el observador de un fenómeno acepta que éste tiene niveles, como un peatón que mira los distintos pisos que forman a un edificio; en otro nivel, ese pensamiento conlleva nuestro propio movimiento, el cambio de perspectiva que implica el aumento de dimensiones.
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9. Segovia no teme a las generalizaciones, pero sí al mal uso que se hace de ellas; así, cuando usa términos como “grupos” o “clases”, se preocupa por aclarar que “son nociones fuertemente funcionales o incluso estructurales; no se refieren a individuos sino a relaciones; los individuos mismos albergan en su seno funciones diversas y pueden pertenecer simultáneamente a grupos o clases diversos”.
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Es por eso que se cuida de evitar aquello que el propio Segovia objeta en Lacan: “La doctrina [lacaniana] acumula en una astuta confusión, mareante y protectora, gran cantidad de aseveraciones, formulaciones y nociones de los más diversos niveles y naturalezas sin aclarar nunca esos niveles y las relaciones que mantienen unos con otros”. Y para mantenerse en el centro de ese laberinto, que está en cada uno de sus puntos, advierte sin cesar: “No condeno esa clase de saber o de lo que sea. Digo simplemente que eso no es conocimiento sino doctrina. Lo que no puedo aceptar es que se lo presente como conocimiento y se aterre con él a los que se apartan de la doctrina. En lo que no puedo creer es en el dogma. Creo que ese discurso (como dirían ellos) ilumina algunas cosas; no creo que explique ninguna”.
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10. Su método como creador es el del poeta que piensa, no el de pensador que hace poesía (“todo el pensamiento”, escribe, “está en la poesía y es la poesía”). El pensamiento de Segovia sólo en un primer nivel es raciocinio. En este nivel se apoya, sí, en la razón y la lógica, pero a la vez —sigilosamente— no permite que la razón y la lógica se apoyen en su escritura. Es por ello que no le sucede lo que a casi todo pensador racional, la pérdida de la capacidad de asombro. Así, encontramos en los Cuadernos entradas como esta:
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Tal vez la verdadera religiosidad, quiero decir el sentimiento que habita más o menos sepultado en la raíz de toda religiosidad y que es universalmente válido, consista en esa especie de fe invertida que es la aceptación paradójica de la naturalidad del prodigio, de lo vertiginosamente increíble de lo natural. O sea, como la fe en el sentido oficialmente religioso, creer en lo increíble, pero a diferencia de esa actitud, creerlo porque es natural, no porque sea excepcionalmente “religioso”. Por eso siempre me ha parecido lo menos religioso del mundo creer en los milagros, y más aun pedir o esperar milagros. El milagro es el todo, pero si en ese todo hay cosas milagrosas que contradicen las otras cosas del todo que no son milagrosas, entonces el todo es simplemente mecánico y los milagros no son sino subversiones de Ley, trampas egoístas para desviar en favor de esto o de lo otro el sentido de la creación. También por eso siempre me ha parecido que la verdadera fe es la de mi santo patrón, la fe del incrédulo. La fe del crédulo no es más que eso: credulidad. Una especie de pereza o de debilidad del espíritu. Lo que en inglés se llama gullibility.
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Para Segovia todo es metáfora, todo es una imagen que puede incrementar a la imaginación. La metáfora le sirve ante todo para ejemplificar, y además de un modo preciso y rotundo. Una muestra elocuente es aquel momento de los Cuadernos en que recuerda una película inglesa cuyo tema era la invención del avión a chorro: “Contaba que los primeros aviones que rompieron la barrera del sonido se estrellaban todos irremediablemente. Después de varios pilotos de pruebas muertos, los ingenieros descubrieron que al pasar esa barrera se invertían los mandos del avión: el piloto intentaba subir y lo que conseguía era precipitarse a tierra”. Lo revelador es lo que hace con esa imagen: “Esto podría ser una metáfora del arte moderno. Ese arte se va acelerando incontrolablemente hasta que con las vanguardias rompe una ‘barrera del sonido’. A esa velocidad los mandos se invierten. El no-arte toma el lugar del arte. Por otro lado, el arte ya no lo hace el artista, lo hacen los críticos y el director (de museo, de ministerio, de revista especializada); el artista se vuelve comentarista de esos hacedores. Lo que es más difícil de calcular es cuánto nos falta para dar en tierra”.
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11. Un pensamiento como el de Segovia parece no tener lugar en este mundo, lo cual no es sino una apariencia, y debería avergonzarnos vivir en un mundo que no parece tener lugar para ese pensamiento. Segovia se llama herético porque su constante crítica de la modernidad lo pone en sentido contrario a las ideas aceptadas —aceptadas, sobre todo, por los “hombres de ideas”—: “Lo que me hace tan diferente es que para mí (y no creo que para muchos otros) asumir sin falsía mi tiempo implica resistir radicalmente a mi época”.
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Esta resistencia se traduce en lo que Segovia llama su “incompatibilidad con los iniciados”: “Siento que me borran, o más bien que quedo borrado, que resulto borrado, porque nadie, por supuesto, se dedica deliberadamente a borrarme, sino que me olvidan, me esfumo, desaparezco del mapa, simplemente porque en ese mundo tan cerrado de intereses tan limitados yo no sirvo para nada, ni siquiera como orientación o punto de referencia. Soy como una moneda sin denominación, es decir una moneda que tiene o es como si tuviera el cuño borrado; o sea que no tengo ni curso, ni nombre, ni rostro”. Con una diferencia: “La actitud femenina sigue siendo bien diferente de la masculina. Las mujeres pueden mucho más fácilmente interesarse en algo que no cuente directamente para su triunfo, o su consolidación, o su avance. Pero los hombres... Y si además son académicos, Dios nos libre”.
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Aun esos escollos adventicios tienen un sentido: “La cara terrible del desarraigo es la exclusión. Pero está claro que el reto es para mí no dejarme envenenar por esa envidia, sobre todo no volverme yo veneno”. He aquí, de nuevo, no sólo la personalísima y salvadora declaración de principios, sino los principios de una salvación abierta a quien la necesite:
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Buscar siempre los ojos a la vida.
___Ser siempre ese ser libre, abierto, disponible, que mira todo en torno asintiendo a la existencia de lo que existe, sosteniendo en la luz de la mirada el despliegue de lo que vive, el curso de lo que quiere perdurar —mimando a lo real.
___Esa figura vuelve a estremecerme. Vuelvo a exigirme eso.
___Eso es ser fiel a lo natal. Lo natal no es lo que la mirada originaria e incondicional mira: lo natal es esa mirada. No somos nativos de un lugar sino de un mirar.
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A fin de cuentas los Cuadernos son la búsqueda de recuperar y salvaguardar una cierta forma de escribir y de leer el mundo que Segovia ve en trance de perderse cada vez más. Primero supone que él la ha perdido, pero de inmediato se pregunta si sólo él ha resentido esa pérdida, y termina por observarla en todas partes, puesto que se debe a “unos rasgos del modo de vida actual difícilmente compatibles con ese tono, esa atmósfera y ese ritmo”. La evidencia es que “se ha perdido una manera de mirar, un tono de voz, una atmósfera que rodeaba al que lee como también a los que hablan”. Las razones son más que palpables: “la evidente deriva de la vida social, desde el fin de la Guerra Mundial, hacia la exteriorización, la banalización, la tiranía de la superficie y lo superficial, el culto de la imagen, el vaciamiento del contenido y la sospecha arrojada sobre toda profundidad, toda comunicación, toda buena fe”.
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De ahí lo que llama su “eterna fidelidad a los cuadernos”: “Porque ese lugar que me parece amenazado es a la vez un lugar desde donde se escribe, desde donde se lee, desde donde se dialoga cuando se logra la sintonía —y en el que me he recogido siempre para dialogar con la vida, buscando siempre sintonizar. Y vuelvo siempre a esa figura de mí mismo (mítica sin duda), escritor solitario en el café, invisible más que solitario, porque esa figura no evoca para mí ninguna idea de soledad, sino de abertura, de entrega, de interés absorto y plenamente correspondido”.
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12. Segovia ha recibido lecciones y no hay discípulo más atento, lo cual no significa incondicional. De su admirado Ramón Gaya, por ejemplo, lo que precisamente admira es que “nunca dio lecciones a nadie, pero nos dio una lección a todos. Una lección sin rastro de apostolado”. Segovia ha hecho exactamente eso. Y es de esta manera que utiliza palabras condenadas por la modernidad, y al utilizarlas las carga de nuevo sentido, o las rescata del despojo de sentido en que son mantenidas. Una de ellas es la palabra “santidad”: “Hay una santidad que es todo lo contrario de la beatería, de la devoción, de la contrición. (Con la devoción me refiero a la actitud devota, porque seguramente hay otra clase de devociones.) El respeto sin reservas a la santidad de la vida es en sí mismo una santidad. Una santidad excluida de todo confesionario, de toda doctrina, incompatible con cualquier tendencia clerical, incluso nimia”.
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13. Sin duda Tomás Segovia tiene muchos lectores, no en el sentido en que se dice eso de un best-seller sino en el de un pensador que ha formado a ensayistas, poetas, investigadores, traductores, filólogos y narradores de varias generaciones. En otro nivel todos somos sus deudores, así sea a la manera en que lo somos de Borges, incluidos los que no lo han leído. Lo que quiero decir es que Segovia nos ha hecho conscientes del lenguaje y a la vez nos ha dado las armas para no quedar subyugados por esa conciencia y subsumidos en ella.
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Y he aquí la que es acaso su mayor lección, algo que —como todas las evidencias que Segovia trasluce sin el menor intento de volverlas precisamente “lecciones”— debería ser muy claro y que en nuestra época resulta lo más oscuro. El uso del “yo” en la literatura y ante todo en el ensayo no tendría que considerarse como un hecho dado sino como una culminación: abundan los escritores que de entrada imponen su personalidad (“yo pienso”, “he dicho”, “me parece a mí”) en un acto de “autoridad” (es decir de opacidad). La postura insolente y luminosa que Segovia adopta es esta: usa con toda soltura y con pleno derecho la primera persona del singular no como ejercicio de la autoridad (para imponer, someter o engatusar) sino de la transparencia.
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En el reino de los media, independientemente de las opiniones y las ideas respectivas, hay un gran malentendido que consiste en confundir niveles y jerarquías. Hablar es identificar el sitio desde donde mira quien habla, y por lo general quien nos habla nos mira desde arriba, como situado en el pedestal de su propio yo. Son muy pocos los que no anteponen el yo para ganar jerarquía usándonos precisamente como referentes (el yo-arriba con el ustedes-abajo, la opacidad del monumento con el anonimato y el silencio de los sometidos a la autoridad), sino para dialogar con cada uno de nosotros en la pluralidad de niveles (el tú con el tú, la transparencia con la transparencia).
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Segovia, desde luego, no lo pone en estos términos, sino en otros más universales: “Es importante que haya voces primarias que no hablen en nombre de nada delimitable e instituible; que hablen en nombre propio, o sea como ser humano, como ser social, y no como miembro de cualquier cosa menos vasta que eso”. Todos hablan “como algo” (hijos, ciudadanos, suizos, cristianos, demócratas, doctores en filología, especialistas en especialismo, etcétera), y muy pocos —casi ninguno— sabe ya hablar como ser humano. Esto, que debería ser lo más elemental, es precisamente lo más difícil de encontrar, aquello que jamás se menciona en las escuelas. Es la más aplastante de las contradicciones en que se basa la modernidad: hablar como ser humano se ha vuelto casi clandestino, y en todo caso implica al mayor de los exilios.
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domingo, 15 de agosto de 2010

Tomás Segovia: el arte de pensar (I de III)

DGD: Redes 29, 2008
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I. Ver claro
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1. Tomás Segovia comenzó a escribir sus Cuadernos de notas en 1950, a los 22 años de edad, y los ha continuado de forma casi ininterrumpida hasta la actualidad, lo que implica sesenta años de construcción. La editorial Pre-Textos de Valencia ha publicado la primera parte, un volumen de 776 páginas que abarca de 1950 a 1983 (véase aquí la página de la editorial), y Segovia ha “subido” el resto a Internet (1984-2010) de manera abierta y gratuita (puede accederse haciendo click aquí).
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El autor ha dado a este conjunto el nombre de El tiempo en los brazos, a partir del verso final de la Epístola Moral a Fabio (escrita hacia 1613 y atribuida al poeta sevillano Andrés Fernández de Andrada): “Ya, dulce amigo, huyo y me retiro / De cuanto simple amé: rompí los lazos. / Ven y sabrás al grande fin que aspiro, / Antes que el tiempo muera en nuestros brazos”.
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El carácter excepcional de estos Cuadernos hace que Segovia se vea obligado a estipular en una nota introductoria a la edición de Pre-Textos: “Advierto pues al lector que si espera encontrar aquí alguna información útil, biográfica o histórica, o alguna visión instructiva de la actualidad de tal o cual época, o las sabrosas anécdotas que tanto satisfacen a los espíritus ágiles, no podrá sino quedar gravemente defraudado”. Aunque luego, en punto y aparte, recapacita con ironía: “Y sin embargo puede decirse que hay un poco de todo eso en estos cuadernos”.
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Se trata de un modo indirecto pero enfático de subrayar el carácter excepcional de estos textos; “no son un diario”, advierte Segovia en su página de Internet, pero tampoco son lo que se espera de una bitácora de escritor. Su personalísima propuesta trasciende ambas laderas: he aquí apuntes en torno a una obra y en torno a una vida, que a la vez (esto es lo portentoso) son la vida sin ser un anecdotario y son la obra sin parangonarse con los ensayos y la prosa de Segovia publicados en libros individuales. Equivalen más bien al tronco del que han surgido las ramas: la obra ensayística de Segovia proviene de los Cuadernos; de éstos se han desprendido, ya como obras independientes, títulos en sí fundamentales como Contracorrientes (1973), Poética y profética (1985) y Cuaderno inoportuno (1987).
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La construcción de los Cuadernos de notas es enorme en sentido cuantitativo, pero lo es sobre todo en sentido cualitativo: como los diarios de Butler o de Kafka (o entre los menos conocidos, los de Louis Calaferte), los cuadernos de Segovia son el testimonio de una conciencia en expansión, lo que no contradice, sino apoya, el hecho de que esa conciencia ya estaba en el inicio tan expandida como en sus estadios ulteriores.
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La esencia de los Cuadernos es el ritmo, como acto de suprema lealtad; Segovia lo explica así: “Un ritmo sostenido es el único suelo donde puede arraigar (o aterrizar) un sentido real, lo mismo en la vida que en el arte, puesto que el fundamento último del sentido es tiempo orientado. Incluso la novedad y la invención no son reales si no son variaciones dentro de un ritmo sostenido. De otro modo son simples baches”. El ritmo de escritura en los Cuadernos se traduce en lo fragmentario: es necesaria la pausa periódica “para recoger la red —para recoger la mirada, para verificar que sigue uno estando detrás de esos ojos que miran”. Una mirada que se extiende para cuestionar lo visto (registro de vida) y se recoge de tanto en tanto para que la mirada insertada en la página siga tan viva (vida del registro) como los ojos que no dejan de mirar.
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2. La palabra clave es lealtad porque está usada en el sentido más exigente; éste se muestra a cabalidad en la superstición del autor consistente en que no puede borrar nada de lo ya escrito: “Es como si se tratara de una hipocresía, de una mentira hipócrita; como si borrar una frase escrita fuese lo mismo que negar que la ha escrito uno, que la ha pensado uno; como si borrar fuera negar los hechos, negar la verdad, o fingir que no fue uno quien escribió eso, fingir que uno no es responsable de aquella frase que sería de otro o no sería de nadie”. Por supuesto que hay alguna labor de corrección en las frases, pero es poco frecuente: en los Cuadernos se va afinando, a lo largo de los años, una forma de pensamiento que ya implica, al brotar, su versión escrita depurada. Es un pensamiento desnudo de artificios lo mismo que de autogratificación.
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“Esto a su vez se relaciona”, observa el autor, “con otra convicción mía indesarraigable: la convicción de que ciertas cosas tienen que ser dichas. O sea mi obediencia poética. Claro que eso no basta para decidir que tal o cual frase escrita, quiero decir hecha, no pueda borrarse, pero sí justifica la posibilidad de que existan en general frases imborrables.” Se trata de encontrar la forma de decir lo que se ha visto, de tal manera que termine de verse al decirse, y a la vez se trata de que lo dicho, al volverse palabra escrita, no traicione a lo visto.
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3. En este vasto tapiz tejido a lo largo de las décadas con precisión y disciplina, Segovia avanza a “saltos” en el análisis de los temas que lo obsesionan (siempre inabarcables, siempre enigmáticos): a veces examina algún nivel de uno de ellos a partir de determinado estímulo; luego, meses después, desglosa otro nivel de ese mismo tema movido por un pretexto diferente. Al mismo tiempo, los temas desglosados se entrecruzan, iluminándose unos a otros. En un tercer nivel, la reflexión se mueve, otra vez a “saltos”, en diversos territorios del conocimiento: de la lingüística a la filosofía, de la política y la economía a la sociología y la antropología. El salto no es sólo un recurso para evitar los estancamientos, sino una forma de supeditar todos estos territorios a la única mirada a la que Segovia reverencia, que es la de la poesía.
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A quien se oye hablar aquí es a un poeta que por un lado lamenta el “desorden” de sus lecturas y por otro lo celebra, puesto que es ese desorden el que lo ha formado; el orden sistemático de las lecturas nos haría oír no a un poeta sino a un “especialista”, cuando es justamente acerca las predaciones del especialismo que Segovia nos advierte: “Yo no leo filosofía para explicarla o compendiarla, sino para usar lo que en ella me sirva para aclararme las cosas”. La voz que surge de los Cuadernos es la de un poeta que contempla su propia mirada sobre el mundo sin confundirla con el mundo. Voz y mirada son pensamiento que toma lo que le sirve para aclarar (aclararse y aclararnos).
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4. En cierto modo sería un error decir que el pensamiento de Segovia es “laberíntico”, porque con ello se implica la imagen de un extravío, suyo y nuestro. Sería, en efecto, una “descripción demasiado simple” que sin embargo debe conservarse en cierto modo, puesto que sólo así cae en buen lugar una calificación menos errónea: el pensamiento de Segovia no es “laberíntico” sino que es un laberinto, y no para extraviarse sino para encontrarse.
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Ese laberinto no es una construcción sino un entramado: el que hacen las nociones fundamentales en torno a las cuales se teje la reflexión (sentido, verdad, valor, tiempo, deseo...), y es de ese modo que en sus Cuadernos de notas aparecen, por ejemplo, estas líneas: “También la verdad tiene niveles y también ella es contextual. Una verdad que al cambiar el momento y la circunstancia deja de ser verdad, sigue sin embargo siendo verdad en algún lugar”. Cuando algo deja de ser verdad —o cuando así nos lo parece por consenso— le negamos cualquier sitio (lo que ya no es verídico, deja de ser verificable y hasta verosímil), pero no es que ese algo haya dejado de existir sino sólo que ha sido desterrado; la escritura, pues, busca esos recónditos lugares de exilio —ignorados por consenso— en donde sigue siendo verdad.
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Segovia sigue la línea de esa propuesta (la vía en el laberinto que recorre por placer, no buscando la “salida” sino la “entrada”), y al aclararla para sí mismo la vuelve luz para el lector:
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En eso podría compararse con el funcionamiento de una palabra (de un lexema, para decirlo con pedantería) en la lengua. Un lexema contiene varios sentidos posibles, uno o algunos de los cuales se “activan” al entrar en contexto. Pero los otros sentidos “virtuales” no se borran, no salen del ser, siguen “existiendo” en algún lugar, un lugar puramente “virtual” él mismo, puesto que ningún contexto real puede “activar” todos los sentidos posibles de una palabra. Esos sentidos dormidos, más que un “ser en potencia” a la manera aristotélica, son una verdadera reserva. Pero ¿dónde está esa reserva que no aparece nunca en ninguna región de la realidad? Hay que concluir que el Ser comporta una reserva de ser. Y la experiencia de la vida nos muestra en efecto que el Ser tiene reservas, incluso que nunca es sin reservas.
___Sobre todo que nunca habla sin reservas. Puede pensarse pues en una verdad reservada como en unos sentidos reservados en un lexema, lo cual no es de extrañar puesto que la significación léxica bucea y respira sin duda en las aguas de la verdad.
___Todo esto, no se olvide, tiene que ver con el tiempo. Como dije en algún otro lugar, la irrupción del sentido es primariamente la irrupción de la unidad del tiempo. Sentido significa en primer lugar continuidad en el tiempo, transitividad en general. Si hay una unidad del tiempo, ningún instante está solo, ningún instante muere solo. Eso es la Humanidad como despliegue y como historicidad. La verdad que deja su lugar no muere, duerme. En la unidad significativa del tiempo todo sentido es inmortal. Eso significan todos los mitos sobre la inmortalidad y todos los mitos escatológicos.

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5. Quien lee los Cuadernos con la misma actitud con que fueron escritos, entiende que en ellos se va construyendo, gota a gota, un arte de pensar; mejor sería decir que ya está construido, y que lo que hace es irse mostrando en cada una de sus manifestaciones (lo cual no contradice que al mostrarse y manifestarse, se construye en el presente del lector). La primera de estas manifestaciones es una forma de mirar a las cosas que representa un verdadero hallazgo, una invaluable enseñanza que comienza con el hecho de que todo tiene niveles simultáneos, y que lo que en un nivel es de una forma, en otro puede ser de otra completamente distinta o incluso su contrario, sin que haya necesariamente contradicción ni eliminación de unos niveles por otros. Simultaneidad de niveles, de categorías, de matices.
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El lector aprende, asimismo, a no representarse esa simultaneidad como una simple estratificación. Así por ejemplo cuando Segovia habla de uno de sus temas recurrentes, el tiempo, y nos hace ver que en él es perfectamente posible “una especie de eterno retorno a escala reducida, un movimiento que es circular en su nivel mientras en el nivel inmediato sigue siendo rectilíneo”. Es la sencillez del reacomodo: todo ser humano ha vivido la reiteración de situaciones y circunstancias, pero no para todos era tan claro que esa reiteración podría ser circular en un nivel y rectilínea en otro (o bien, simultánea en un nivel y sucesiva en otro).
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Por comparación, qué fácil resulta identificar el pensamiento lineal que domina a esta época. Sin didáctica, ejemplificando solamente con su propio “discurso” (aunque al autor de los Cuadernos disgusta esta última palabra, demasiado contaminada por el uso y el abuso), Segovia nos enseña incluso a reconocer el pensamiento que permanece lineal aunque esté consciente de la existencia de niveles, y ello porque comete “el error de pasar desordenada e inadvertidamente de un nivel a otro”. Y qué rica es esta enseñanza en cuanto lectores de ensayo y narrativa, porque así, con esa elemental herramienta es posible reconocer a autores que escriben y lo hacen bien, pero no piensan (es decir, piensan de forma lineal e, independientemente de lo que piensan, confabulan con el pensamiento unidimensional que nos sigue infestando). Del mismo modo se posibilita reconocer a la literatura que cuenta muchísimas cosas pero sin pensar en ellas, e incluso rehuyendo y hasta temiendo al pensamiento, como si se tratara de un vicio o un peligro. Segovia no tiene el menor miedo a pensar, convencido de que lo que en general se llama “pensar” es equiparable a un supercomputador que se usara únicamente para realizar sumas con números de dos cifras. Pero no se trata en los Cuadernos de valorar el intelectualismo per se, sino de reivindicar la mirada abierta a los niveles.
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Al mismo tiempo se hace posible entender que un pensamiento multidimensional no sólo es muy infrecuente entre nosotros, sino que de manera muy evidente está penado. De ahí el temor generalizado, no a pensar sino a la punición inferida en todas partes; de ahí que las escuelas y los media nos atiborren de información y a veces de conocimientos, pero que nunca se nos enseñe a cuestionar, indagar, desglosar. Ir contra esa prohibición sobreentendida implica, por tanto, una forma del exilio y de la soledad, sobre todo cuando no se hace para encerrarse en una torre de marfil sino para compartir claves, sistemas y estrategias del arte de pensar. “En las polémicas de mi juventud”, escribe Segovia, “me parece que entendía perfectamente a mis adversarios. Quiero decir que veía (o creía ver) lo que pensaban, porque para empezar creía que ellos sabían lo que pensaban. Los de ahora tengo la impresión de que no saben lo que piensan. Es prácticamente imposible tener razón contra alguien que no conoce su razón —y que jamás podrá por consiguiente conocer la nuestra.”
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Y esto se debe a un hecho fundamental: “casi todo lo que se discute en esta época me parece absolutamente sin importancia e incluso nocivo porque distrae e impide ver las categorías, mientras que lo verdaderamente importante la época no lo discute porque sencillamente no lo percibe”.
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Luego de leer a Segovia es inevitable darse cuenta de que hemos confabulado, de una u otra manera, con el único y superficial nivel en que se mueve todo en la sociedad y la cultura. Por eso es de envidiar la suerte de quienes lo leen a temprana edad, y de ahí la indignación que nos provoca el hecho de que sus ensayos no sean de texto, de que no se lean y estudien de entrada en cualquier educación preparatoria.
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6. Aun cuando a veces nos cuesta seguirlo en sus reflexiones, Segovia se ha ganado nuestra confianza, y no a fuerza de insistencia y menos de fuerza, sino por pura transparencia (y no porque se la proponga, sino que no es capaz de concebir otra forma de asumir la escritura). Sabemos entonces que plantea las cosas de esa manera no porque quiera “oscurecerlas” o hacer alarde de su dominio en la materia tratada. El lector poco animado a ejercer ya no un arte sino ni siquiera una técnica de pensar, se defiende arguyendo que habría una manera más “simple” de abordar el tema que Segovia no asume porque no quiere; existe esa manera, sin duda, pero el autor de los Cuadernos ve ahí la trampa suprema de la “modernidad”; de ahí que su estrategia coincida con una sentencia zen: “El camino más largo es el más corto”. Si el lector hace, en correspondencia, un esfuerzo transparente por seguirlo, pronto intuye (o siente) que si Segovia aborda de este modo su reflexión es precisamente porque en un primer nivel nos está alertando contra esa falsísima “simplicidad” de que hacen gala los medios, ella sí consistente en oscurecimiento y uso de la fuerza.
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Por lo demás, a veces en el transcurso de estas reflexiones, el propio autor intercala comentarios como este: “Cuántas vueltas le estoy dando a algo que debería poder abordarse con mucha más sencillez”. Desde luego que esa sencillez es muy distinta de la “simplicidad” de los medios, y su primera evidencia es que Segovia la está buscando al escribir. Es decir, no la tiene ya establecida —en cuyo caso ese comentario no sería sino una coquetería—, sino que la va desentrañando en el acto mismo de “dar vueltas”. Y esa es una clave, porque Segovia se sitúa en un punto que es, a la vez, interior y exterior a él mismo, e idéntico fenómeno sucede al lector. Ese “sitio” está fuera del autor y del lector porque es en donde ambos dialogan vis à vis en plena transparencia: sólo por eso tal “sitio” está a la vez dentro de uno y otro.
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Resulta innegable que hay un diálogo, aunque no sea fácil demarcar a los interlocutores. Segovia no me habla a “mí”, ni a “ti”, ni a “todos”; tampoco se habla a “sí”, o no solamente a “sí”, sino a un “sí” reflejado en los ojos de un interlocutor. Este interlocutor es “un poco” él mismo pero no funcionaría si no tuviera a la vez la concreción de un “tú” (es lo que sucede de manera tangible, por ejemplo, cuando Segovia inventa a un interlocutor para sus Cartas cabales, Matías Vegoso, “transparente anagrama”). Como en todos sus ensayos, en los Cuadernos de notas se abre un espacio “virtual” de presente perenne: el ahora del diálogo a través del cual surge el texto; es por ello que los ensayos están casi siempre fechados y que los Cuadernos se escriben, y se leen, siempre con referencia a la fecha, en una sucesividad escritural que es, misteriosa y luminosamente, la simultaneidad del diálogo (es también por ello que Segovia acostumbra escribir en cafés: la presencia de los otros —y de lo otro— queda impresa en la caligrafía y es inherente a ella).
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Y a fin de cuentas de eso se trata. En un momento Segovia recuerda haber hecho a sus familiares un relato verbal autobiográfico, y nota una gran diferencia cuando intenta registrar por escrito el mismo suceso: “Cuando yo contaba esa experiencia a mis gentes [se] trataba de compartir y de comunicarse. Pero comunicarse a través del papel es otra cosa. Lo que se escribe así se escribe poco o mucho como una ‘obra’, e incluso la expresión de lo más privado y anecdótico se vuelve entonces eso que llaman ‘creación’. En un cuaderno de notas esa escritura es abismalmente ambigua, imposible de fijar. ¿Se escribe para uno mismo, para la posteridad, para unos pocos lectores cercanos? Pero se me está olvidando algo igualmente esencial: se escribe para ver claro”.
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Evidentemente, en la página escrita falta la enorme carga emocional de la voz, la tremenda experiencia de la corporalidad, de los ojos que se miran. Sin embargo, en ambos casos se trata de compartir y de comunicarse. Acaso la diferencia de fondo estriba en que la palabra escrita en implacable blanco y negro contiene la esencia de la comunicación y que lo narrado se comparte así, justamente en esencia, despojado de las cien mil capas sensibles que conforman lo que se llama realidad. Sólo por ello escribir es (o puede ser) ver claro.
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7. Ese sitio del diálogo, que parece tan fácil, tan automático en la prosa de Segovia, es uno de los mayores rasgos de su excepcionalidad. Porque por lo general, cuando leemos a un pensador, independientemente de lo brillante u opaco de la presentación de sus ideas, lo primero que sentimos no es que estemos dialogando con él de una manera inmediata, vis à vis, sino que se nos ha concedido la entrada a una especie de teatro en donde lo escucharemos pensar (casi diríase en que lo veremos actuar su pensamiento). Nos queda el privilegio del espectador, escuchar y aplaudir, pero no la del debate y menos aún el del reconocimiento. Segovia puede estar hablando de lo que sea, pero parte de un reconocer: no tanto a la “inteligencia” de sus lectores (porque hasta de eso desconfía: alabar nuestra inteligencia es un lugar común que se nos vende a la entrada de ese teatro metafórico a donde vamos a escuchar a los “especialistas”), sino a la capacidad humana de mirar, es decir de reconocer por medio de la inteligencia.
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En cuanto a esta transparencia de la mirada, hay que ver por ejemplo cuando Segovia dialoga con Machado; este último, dice aquél, “no acaba de decidirse entre el ojo ‘que es ojo porque te mira, / no es ojo porque te ve’ y el Gran Ojo que al verse a sí mismo lo ve todo. Tal vez la discrepancia se disiparía si lo dijera al revés: que es al ver todo cuando el Gran Ojo se ve a sí mismo”. Sólo todos podemos verlo todo: Segovia se deja mirar y exige la misma transparencia de su lector/interlocutor. Sólo todos podemos pensarlo todo, y ello no es posible sino dejándose mirar. Como Machado, Segovia “no aspira a que algo quede dicho, sino a que no quede, a que siga siempre diciéndose”.
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viernes, 6 de agosto de 2010

Mi incursión en las preguntas-balanza

DGD: Textil 120, 2010
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[Cierro este pequeño ciclo dedicado a Rayuela con mi incursión personal en las preguntas-balanza, exaltante y arduo juego de metaforización imprevisible. Todos estos textos son, pues, enteramente míos (una selección de los menos desacertados: muchos intentos quedaron en el camino); queda el lector invitado a emprender sus propios experimentos. Los antecedentes y modos del juego se encuentran en el texto anterior, “Las preguntas-balanza de Rayuela”. (DGD)]
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Proemio
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Todo lo que ilumina por sí mismo
y las larvas que nacen cuando fondea una nave
se parecen en que son cuerpos que cristalizan
en una misma constelación.
Lo semejante es identidad
no menos que lo disímil.
La balanza no espera sino desleír en agua pesada
una materia en polvo impalpable
para precipitar la parte más tenue.
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1
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Las cosas disecadas o artificiosamente separadas de la acoplación de lo discorde, ¿no son lo mismo que el acto de condescender en la formación de lo necesario, de lo suspensorio lato, de la flor hecha de vidrio que al abrirse en el aire adquiere la forma de una gran convicción del bien?
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2
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La adoración o culto de la mirada, la educación de las máquinas con espinas, los espantapájaros y los buzones, y en general todo lo que coexiste encendido en las faenas de la lubricidad, ¿no equivale a la espuela fija en el talón y las riendas en la mano a condición de bastarse uno a sí mismo?
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Los corredores que transmiten por relevos el fuego del paraíso formando antorchas ávidamente, ¿no corresponden punto a punto al ejercicio arcaico del pescador, que abre la marcha del tiempo?
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Los que son muy dados al juego, ¿no son acaso formas compuestas o perfectas, pájaros de cuerpo esbelto que gozan con el azar de los modos de vivir y que en el tono de tragicomedia embarazan las reglas de conducta o los ajustes y transacciones entre dos partes?
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La siega, los fondos acuáticos, las paginaciones editadas en efluvios borlados por lo aéreo, ¿no son por ventura como esa parte posterior y prominente del navío precisada para la relación inversa del coseno?
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Cualesquiera de las partes o divisiones de un todo, ¿no pueden también ser vistas como las cavidades en donde están contenidas las esporas?
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La combinación métrica de cinco versos octosílabos con dos consonancias distintas tendientes a obtener una cierta forma de contacto, ¿no tiene igual deseo que la bebida que se hace cociendo azúcar en agua hasta que espese sin formar hilos?
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Los alvéolos en la superficie de los tegumentos, el humor de los individuos hasta media mañana, el estado de sensatez de las maneras simples o imperfectas, ¿no son lo mismo que el abuso de confianza, ese acto de apresurar los movimientos desordenados que ya alcanzaron la plenitud de su desarrollo y perfección?
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Educar mal a los hijos, dar graznidos, ministrar, alear el cobre con la plata, poner señales en tiempo de guerra a la entrada de los templos para que no se les haga daño, ¿no son actos demasiado parecidos a lo que se añade a una pintura ya firmada?, ¿no es lo que debe hacerse en tiempo ilimitado, o sea el conjunto de las palabras del canto?
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Todo aquello que se reproduce por medio de espejos, ¿no exige para ser entendido que se le equipare a la exención de mezclas o sobreimpresiones, a la concurrencia de voces o instrumentos en un mismo tono, incluso al acto de una obra escénica que merezca por su propia fuerza la expiación de una culpa?
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La niebla que por la mañana levanta sobre el agua, las rectas paralelas cortadas por una tercera, la época en que los animales están en celo y, por fin, la reverberación de luna al soltar prenda una doncella largamente perseguida, ¿no todo esto equivale a aquello que se transmite por contagio a la posteridad?
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La parte del poema dramático que sigue a la prótasis y precede a la catástrofe, ¿no es idéntico a la variedad terrosa de lo impalpable usada por los sacerdotes para redondear los ombligos y así algo pueda iluminar la noche?
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Ciclo Rayuela
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