lunes, 26 de septiembre de 2016

La luz sonora (9)



DGD: Textil 148 (clonografía), 2016


E

El mundo del neoliberalismo maneja numerosos sobreentendidos, pero acaso el mayor de ellos consiste en que el estado de guerra es general y permanente: todo núcleo social se construye a partir de un decálogo bélico, el bellum omnium omnes. Desde la pareja y la familia hasta los organismos públicos o privados, todos entienden la “civilidad” como milicia, la “lógica” como logística, la “profesión” como rango, la “personalidad” como estrategia. “Sin lugar a dudas”, escribe Patricio Marcos, “la guerra es la pasión dominante forjada por el ser del hombre en razón de su oblicua relación con las palabras”: aun los grupos que desarrollan actividades pacifistas dependen del código contra el cual luchan, puesto que la paz no se concibe como estado en sí mismo sino como suspensión convencional —tregua— del conflicto armado: éste no se elimina, se disimula.
          En el reino de Occidente, que disimula lo irracional con vistosos disfraces de raciocinio, la razón de Estado es la ley suprema, el orden tácito, la diaria representación del destino. Si para Freud l’anatomie c’est le destin, el neoliberalismo coincide con la frase de Napoleón pronunciada un siglo antes: la politique c’est le destin. El destino es la magnitud que se sobreentiende tras cualquier movimiento del mal deseable y del dominio benévolo: “estaba escrito”. Un país basado en la economía de guerra se finca en la pesadilla cotidiana, en el miedo incesante. Los eufemismos se acumulan para vestir de destino al sinsentido; por ejemplo, “gesta por el mundo libre”. Ante el creciente escepticismo de los individuos respecto a la retórica del poder, ante el desencanto de los núcleos sociales hacia las figuras de la autoridad, el imperio actúa como siempre a través de los nombres: si la credibilidad exigida por el aparato se reveló como credulidad, entonces se trabajará no con hechos sino con creencias y, aún más, con fe. Una fe que reposa en los eufemismos de la fuerza bruta, como el de “mano dura”. Ya no se dirá “libertad” —término vacío de todo significado a fuerza de reiteración maquinal— sino “liberalismo” (o su paso lógico a la extrema derecha, “neoliberalismo”): la economía remplazará a la ideología, la tecnocracia al humanismo.
          Caso climático de ruptura “entre el origen y el significado actual de una palabra”, bajo la voz liberalismo —observa Marcos— “los ideólogos del nouveau régime escamotean el principio político del naciente capitalismo europeo. Tal expresión, usada a tontas y a locas por los actuales especialistas del tema, es responsable de la creencia que considera las formas de gobierno oligárquicas occidentales como si fueran Estados que tienen por cimiento la liberalidad política. Una creencia a todas luces falsa, o mejor aún, una aleve corrupción de la palabra liberal —de la que con maña se forma la voz liberalismo—, con el objeto de presentar el vicio generalizado de la avaricia con las vestimentas de la virtud que le es contraria”. En efecto, el latín liberalis, “generoso, noble, desinteresado, desprendido”, se refiere al discurso de la libertad y no a lo que significa en Occidente: “la persecución ilimitada de ganancias monetarias, [la] organización de poder definida por la usura humana”.
          Fundamental voz-cascarón en el auge de la derecha que caracteriza al final del siglo XX y al principio del XXI, la palabra “neoliberalismo” es una elevación al cuadrado de ese gigantesco sobreentendido, de esa tácita (y cínica) apariencia. Añade el autor de Los nombres del imperio: “La liberalidad es en esencia una virtud y no un vicio, justamente la virtud contraria al vicio plutocrático de la ganancia moderna, fundamento de las sociedades capitalistas contemporáneas mal llamadas liberales, ya que el sórdido interés que las mueve, similar al de las prostitutas, peca por los dos extremos, pues da siempre menos y toma siempre más de lo que se debe según la liberalidad”.

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Referencias
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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viernes, 16 de septiembre de 2016

La luz sonora (8)



DGD: Textil 140 (clonografía), 2016


D

Patricio Marcos aporta un preciso ejemplo del silencio en que se basa el poder: “Difundida de manera prolija por los autores de las novelas modernas para señalar el carácter moral de personajes tristes, apesadumbrados y hasta melancólicos, la palabra taciturno deriva de la voz ‘tácito’, participio pasivo del verbo callar. Sin embargo, en ningún diccionario se da noticia de una diosa, musa o ninfa de nombre Tácita, venerada por los romanos durante el reinado del virtuoso sabino Numa Pompilio, a la que éste refiere sus vaticinios en recuerdo y estima de la sabia taciturnidad de la escuela pitagórica. Una distancia casi infranqueable entre el silencio filosófico de la Antigüedad, signo de la mayor virtud práctica en el hombre superior, la prudencia, y el vicio contemporáneo de la vergüenza, la mudez por incapacidad o molestia en el hablar”.
          En efecto, la náyade que se convertiría en la diosa Tácita tenía como nombre Lara y era también conocida como Lala (“habladora”), Laranda o Larunda; era hija del dios-río Almón y célebre tanto por su belleza como por su incapacidad de guardar secretos. Su historia mítica es tormentosa: Júpiter se enamora de la ninfa Yuturna y ésta se arroja al Tíber para esconderse de él; Júpiter llama entonces a las náyades y les ordena que busquen a Yuturna; todas ellas obedecen menos Lara, que, incapaz de guardarse un secreto, cuenta todo esto a Juno, la esposa de Júpiter. En castigo, el dios le arranca la lengua y la condena a los infiernos; en el camino, según narra Ovidio en las Metamorfosis, la viola; ella da a luz a dos gemelos llamados lares, encargados de custodiar las encrucijadas y las ciudades. Numa Pompilio inició su culto bajo el nombre de Tácita, la diosa silenciosa (Dea Muta).
          Hallazgo de una lectura política del lenguaje: la voz tácito significa “no especificado, que se infiere o sobreentiende”. Óptimo ejemplo de ese sistema que calla para sobreentenderlo todo en la oscuridad y así eliminar los enfrentamientos claros con lo que se dice: la diosa Tácita implica el silencio del que sabe callar (no sólo el prudente sino el hermético, el que guarda para sí la sabiduría que no puede difundirse sin desintegrarse); por su parte, el moderno héroe “taciturno” es aquel que si no habla es porque ha sido acallado: no el que se apena por hacerse oír sino el que teme decir lo que piensa, lo que siente, lo que ve: el que ha aprendido “a establecer con los demás una relación semejante a la del actor con su público” (según observa Aristóteles: “El desconocimiento del don de la palabra lleva a las sociedades a hablar como ciertos actores de teatro, los cuales recitan parlamentos aprendidos de memoria sin saber lo que dicen”).
          En la modernidad todo es tácito, todo se sobreentiende: el discurso del poder se construye a partir de rodeos, veladuras, supuestos. Si enfrentar las cosas es aclararlas y declararlas a la luz pública, ese discurso inunda la vida diaria en Occidente para que no haya sino tiniebla individual: islas inconciliables (cada uno es actor y los demás son público), interminable torrente de palabras-cascarón, reino del no saber lo que se dice, del mucho hablar para decir nada, para inferirlo todo, para acallarlo todo.

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Referencias
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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